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Mi abuela siempre me había dicho... “Por ley de vida, me iré
antes y desde arriba te enseñaré todo lo que aquí no sé enseñarte” ... A los 16
días de llegar Fernando, murió la yaya... fue como tantas otras una muerte que
también se me había anunciado... En la funeraria, aquel cuerpo inerte parecía
decirme: no pasa nada, no estoy en esta vitrina, estoy junto a ti, justo había
llegado a Barcelona, pocas horas antes de su entierro... y algo de mí se
enterró también en aquella tumba, la abuela con un cojín de rosas de pitiminí
como las que cada 22 de mayo recogía bendecidas el día de Santa Rita, aquel 18
de diciembre de 1974, se fue a reposar, junto a su marido en esa tumba que juntos
se habían comprado, en C’an Tunis, junto al sol, mirando al mar, la que tantas
veces había ella cuidado, y limpiado con esmero, con sus angelitos de mármol y
sus jarroncitos de flores secas, pasó a ser su residencia definitiva...
Definitiva. “No” sólo unos meses después, empecé a soñar con unos jardines,
llenos de flores y estatuas y escalinatas de mármol, parecidos a los del Palacio
de Fontalneblau, en que yo paseaba hasta un pequeño mirador, y allí la abuela,
joven y vestida de blanco, me esperaba. Su sonrisa era de paz, y junto a ella
me sentaba, mientras me contaba cosas y cosas... Yo escuchaba, con atención y
después al sonar un silbato como las sirenas de las fábricas nos despedíamos,
pues se habían terminado las horas de visita. Como admiro aún hoy la vida de
aquella mujer, de quien tuve la gracia de recibir tantos conocimientos. Fiel a
su palabra, y trascendiendo a la muerte, la yaya seguía fortaleciendo mi
alma... Las visitas duraron años hasta que en la última de ellas en lugar de
aquella hermosa mujer, sólo encontré una calavera, al mirarla me dijo... “ya
sabes lo que tenías que saber, ahora solo falta completar mi ciclo, he de
volver a nacer, dentro de la misma familia y vivir medio año, luego moriré y ya
mi alma se irá a Venus, otros seres, tus ángeles, cuidarán de ti... reza cada
día” Lo que antes era paz, ahora fue un desespero (¡como podía hacernos esto!
“nacer y morir en medio año”, al despertarme corriendo llamé a mi hermana,
rogándole que no se quedará embarazada y que avisase a las primas, ingenua de
mi, creí que yo podía torcer los destinos cósmicos, lo único que logré con mi
actitud, fue que no se me comprendiera. Al poco tiempo en la familia que
residía en Francia, nació un niño, nunca sus padres (los que antes fueron sus
nietos), pudieron tener al niño en brazos. Sólo nacer fue a una incubadora, y
allí en el hospital de Montpellier, murió a los 7 meses. No me atreví nunca a
ir a verlo, además esta muerte, me llevó a lo que fue mi primera gran
Depresión. Ni mi marido ni los niños podían aliviar aquel gran vacío en que me
sentía. Ahí si que visite el infierno, no en llamas y con diablos de rabo y
cuernos, sino el experimentar el gran vacío interior, que nada ni nadie, puede
llegar a llenar... yo misma era un peligro para mí y así, evitándome mientras
paseaba por la bendita montaña de Portol, encontré frente a mis pies, una larga
y hermosa piel de serpiente. Toda la etología que había leído, para algo tuvo
que servirme. “La serpiente se arrastraba por el suelo, con una piel que ya no
le sirve, y entonces para poder seguir su camino, debe sacársela con todo su
dolor, para que otra piel nueva y elástica le facilite el camino”. Aquella
piel, me salvó la vida... dolería mucho, seguro, pero si la serpiente podía...
yo seguro que también. Por entonces ya sabía que el efecto de la isla no nos
permitía ampliar demasiados horizontes (de ahí la palabra aislamiento) de ahí
que un avión me llevó a Ibiza y en pleno paseo por Vara del Rey y con el
régimen franquista, una octavilla en un quiosco, me invitaba a leer... “EL
DOMINIO DE LA VIDA”... ¡“Oh Dios, que grande eres”, ese título, llenaba todos
los espacios vacíos de mi interior... qué buscaba yo más que dominar mi vida!!
Y vaya si lo logré, de vuelta a Mallorca conecté con Rosacruces de Amor y en
reuniones semi-clandestinas mantrams y meditaciones, estudiando en el hueco de
un armario empotrado donde ubiqué lo que sería mi Sanctum para que no estuviese
a la vista de ojos indiscretos, ni al alcance de mis niños, empecé una nueva
andadura de camino interior. Tenía 33 años... El Cristo, encontraba en su
corazón el lugar donde asentarse... no fue fácil, pero tampoco difícil, la
constancia y los grandes maestros, me ayudaron... mis hijos... mis otros
grandes maestros en esta vida, seguían creciendo y con ellos iba creciendo
espiritualmente yo, juntos los tres emprendimos nuestra cruzada de ayuda a los
necesitados. Fueron al principio casos del vecindario, mis hijos iban con
bandejas de comida a servirlas a viejecitos y viejecitas semi-abandonados y de
escasos recursos... La época en que ellos vivían su infancia fué una de las más
felices para mí, pues entre juegos y actos nobles, llenaron muchas “lagunas” de
las que había en mi vida. Ahí escribí mi primer cuento, que no resisto la
tentación de relataroslo:
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